jueves, 3 de noviembre de 2022

Ezeiza

Al llegar su primer sollozo supimos que iba en serio.

Había terminado de preparar el rapé, el fuego estaba presto y cada uno tenía su point previamente dispuesto para iniciar un viaje que a priori se suponía individual.

Fede insistió mucho en eso de armar el escenario lo más fiel posible al que ya había experimentado tiempo atrás, lo cual incluía música acorde a la ocasión, sustancias y cantidades específicas y la premisa de no-interacción, todo a fin de lo que él llamaba sanar, vaya a saber qué implicase.

Traíamos encima un ayuno no desdeñable de cinco o seis horas sin haber ingerido sólidos, además de haber estado éstos estrictamente restringidos a fruta o verdura y niseteocurra lácteos, carne o alcohol.

Por supuesto la dieta anetílica fue la estrella vulnerada de la semana, a sabiendas de juntadas que supo tener Fran por su lado y la visita de la China por el mío, porque andá a sacarle el brindis a mi amor y procurá sacarme de allí, si te es posible. 

La primer parte incluyó una introducción donde improvisamos razones lo más solemnes posibles para no decir que simplemente queríamos tomar hongos y ver qué pasaba.

Las había, de hecho, más solidas y robustas de lo previsto, pero como sospechábamos con Isco, las de Fede se salían de su propia vaina: su compañera y su hija, en lo explícito; su aparente no-destino, como atmósfera tangible.

Llegó la hora
A distancia el temita del rapé parecía haber sido pan comido para Fran, así que dejé que Fede haga lo suyo. Ya había tomado algunas veces, sin ayuda, claro, pero ¿qué podía pasar? 
La primer proyección del tabaco amazónico saturó mi narina derecha. 
La segunda sacó a flote mis lágrimas como la más jodida de las cebollas o el más profundo de los dolores y para cuando estuvo saldado el asunto me tumbó un mareo y tuve que darle la razón a nuestro maestro de ceremonias: el mate que había bebido quince minutos antes yacía ahora junto a mi reposera, perdido entre las hojas y la noche.

El malestar retorció mi estómago. Recostarme mareaba, la luna que rompía el frente de árboles mareaba.
No había deseo alguno de seguir con la cuestión, e incluso Fran confesó después haber pensado lo propio en algún momento de la noche.

El fuego escupió de sus brasas unas dos o tres veces. Algo debía significar.
Por lo pronto, que había que usar el balde y procurar nuestra integridad y la de nuestro alrededor.

Minutos después y ya recuperado el control, nos dispusimos a lo que habíamos venido.
Un pácayin de celofán con mi inicial besó mi mano: allí reposaba la dosis que Fredi pesó cuidadosamente a efectos de la tolerancia prevista para mis 60 kg.

No les es dado a las setas aquello de saber bien en crudo, pero un sorbo del escaso limón que trajimos (porque provisiones sobraban pero acaso una de las fundamentales había sido borrada de nuestra lista memorial) ayudó a pasar ese trajín complicado para mis papilas.

La playlist curada por el gurú vayasabér me estaba perturbando. Era paradójico pensar en tanta premisa dispuesta para acabar en esa relación tóxica con un dispositivo y justo en ese momento, lugar, circunstancia.

Aún me costaba estar en ángulo cuando Isco abandonó su horizontalidad y encaró enroscado para la casa. Estaba además harto del audio, supe luego.

Fede y yo seguíamos cumpliendo con nuestro flamante convenio sectorial. 
Hasta ese momento creí que lo más psicoactivo de la noche era el nivel de locura alimentado por los mosquitos, que me empujaron a la bolsa de dormir. Y aquí empezó. 

Estar prácticamente besando el césped parecía darme cualidades de microscopio. La noche ya era reina y la luz que filtraba hacia el fondo presentaba un escenario claro: dualidad de ladrillos soviéticos hacia la derecha, verdor, misterio y miedo a la izquierda. 
Sentí que el escenario me estaba diciendo algo y se me ocurrió abrir el foco para dejar entrar al cielo en la fotografía. Comprendí que lo ínfimo puede ser inmenso y la dualidad puede seducir al punto de la obsesión, pero siempre habrá cielo y nada puede hacer frente a su existir implacable.

¿Acaso aquel rostro de ladrillos y luz blanca era lo conocido, que no asusta pero carece de erotismo? Algo de eso pensé.

Ya indudablemente drogado, con sangre de mosquito en la frente y flasheando Castaneda o La Noche Boca Arriba o todas esas cosas a la vez, sentí imprescindible tomar algunas anotaciones.
La excusa de encontrar una birome me permitiría además saber de Fran, que ya llevaba bastante sin volver a su sitio.

Al entrar, veo a mi amigo dispuesto en el sillón, en una suerte de cosplay de Leia en la secuela de Star Wars (¿o acaso era la quinta? qué importa).
El ambiente olía fuerte y agradablemente a cítrico. Aquello le había traído algo de paz.
Interactuar costaba un poco pero pude saber con su gesto indudable que el viaje le estaba costando, y de dormir ni hablemos.
Hice llegar el mensaje de Fede, que preguntó por su suerte, y lo invité a visitar pronto nuestro espacio de ceremonias.

Al volver descubrí la fascinación por el tornasol que apareció en mis sentidos como si una música agradable. 
Las hojas fosforescían y de hecho me acerqué a comprobarlo, incrédulo. 
Levantarlas era quitarles esta nueva cualidad que dibujaba mi cerebro. Preferí dejarlas brillar en paz. 

Sobre el papel, la tinta negra dejaba un rastro de rojo y ese tornasol. 
Las palabras se me escapaban y me causaba gracia entender que el olvido suele tomar la forma de recurso literario.
Pensaba en las estaciones de servicio y sus arco-iris artificiales en el suelo, por lo tanto en Papá y en la vieja Shell de Jujuy y Caseros.
Claro, también pensé en vos, que tanto me doliste y hoy te hiciste retrogusto, por suerte ya no desagradable.
La China yacía en la alegoría de lo frondoso y el misterio, de lo nuevo y del dulce temor.
Su presencia no era sorpresa: horas antes lo habíamos dado todo.
Extrañamente recordé también a Aitana Kasulin. El tiempo, a mi pesar, le dio la derecha: cursar Armonía, estar fumado y retener información a largo plazo no van de la mano. 

De golpe, sonidos auguraban la visita de un gato y se llenó de júbilo mi corazón.
Pensé en Matuqui, en cómo estaría Chedditar.
Lastimosamente no fueron más que ruidos y deseo.

Las letras de la música-gurú rezaban: "Medicinha. Unidad. Aialá". Hacía ruido por donde se lo mire, pero hasta donde pude respeté.
En determinado momento se cortó el sonido y abracé celosamente el silencio efímero. No obstante, esa pausa deliciosa de psicodelia y naturaleza empujó a Fredi a interactuar con su maldito teléfono. Tenía puesto un tapa-ojos en la frente y con mi miopiastigmatismo y su corpulenta existencia creí estar viendo cine de terror clase B.
Me inundó la risa y rompimos lo solemne para siempre. Por suerte.

Logré ir al quincho y violar la dieta estricta: primero una Halls de menta suave y luego un turrón. Lo precisaba como al aire.
Intenté ponerme de pie y mientras planeaba ir en busca de Fran disfrazado de bolsa de dormir violeta con zapatillas (idea infructuosa, dado el cierre que por debajo no abre), éste se apareció.

-¿Qué busca el mundo exterior de nosotros? Bienvenido al mundo de las orugas.

Lanzamos una hermosa carcajada y nos volvimos aliados tácitos en eso de liberar a Fede de los márgenes del ritual y los de su bolsa de dormir: se iba a terminar meando encima, advertía en voz alta, para sí.

Descubrimos que la bolsa de maní tostado maridaba divino con el chocolate que compramos antes de llegar a la quinta, y que no había rezongo de Fredi que pudiera cambiar nuestro destino de aglutinar alimento a lo pavo.

Fede tomó la sabia decisión de abandonar la música inicial y optó por una playlist propia: García. Mateo. La Negra. 
El celular evidentemente estaba también hecho de setas: la música iba y venía como el eco de algo ausente en la memoria de los que no sabemos soltar.

Dimos con nuestros aliados. Fran estaba obsesionado con un árbol, Fede con destellos en el cielo que juraba haber visto y tenía al primero de testigo. Yo no había visto un carajo de eso pero una máscara de luces artificiales filtrando por las hojas del camino dual y sinuoso me sonreía con sorna.

Logramos ensayar una exploración breve hacia otra porción de terreno de la casa.
No fue gran cosa pero había un árbol de moras y descubrir que se podía hacer movimientos sin caer en el intento sirvió bastante.

Decidimos apurar un nuevo fuego.
Fui a buscar un encendedor. Me vi tentado de espiar el reloj: 1 AM. 
Me arrepentí de saber del tiempo y me dolió que fuese un poco más tarde de lo que habría querido, pero igual era temprano para el nivel de enajenación maravilloso que habíamos adoptado.

Tuvimos bastante éxito en nuestra pirofilia, vale decir: hojas, restos de pallet, procurar la saludable y precisa distancia. Voilá.

El intercambio pudo encontrar palabras esta vez. El efecto estaba mermando. 
Disfrutamos el bajar sin demasiada desilusión y con bastante voracidad en lo que respecta a nuestras saludables y nutridas provisiones.
Nos entregamos paulatinamente al sueño.
Más tarde desperté sólo: mis compañeros dormían ya en el cuarto. Por supuesto, Fede me había avisado y opté por hacer caso omiso.

Procuré tomar la mayor cantidad de elementos posibles pues el cielo apresuraba lluvia. Ya eran las cuatro.
Aquella noche la almohada estuvo más dulce que otras veces.
Entendimos haber sido bien recibidos.