La casa seguía siendo la misma, obviando lógicamente el estigma insoslayable del tiempo; todo estaba donde había sido dejado otrora; incluso ese viejo reloj de pared que todo lo observa desde un aparente y macabro silencio (silencio que se rompe ni bien se siembra sospecha acerca de su sigiloso caminar).
Había tomado mucho tiempo organizar las piezas necesarias para tamaña empresa, quiero decir, la que al regreso respecta. No fue fácil desprenderse del presente y del futuro para jugarse el todo por esa (posible y aparente) nada. Sin embargo una suerte de frenesí interno (no como esos fuegos cotidianos sino uno realmente vasto, apoteótico) le pidió desde la mismísima perla interior, volver unas cuántas páginas, capítulos, ¿libros? para buscar ese sinsaber que lo llene, que le dé forma, que lo empape de placer, que lo (re)signifique.
Muchos (generalicemos para hablar de lo que no sabemos) suponen que esta especie de auto-revisionismo conlleva una (otra) suerte de baño espiritual digno de ese riesgo, mientras los menos (sin incluirme en ninguna parte y, ¿por qué no?, pecando de tibio) creemos que el dolor y la nostalgia son amantes del filo de los besos.
Bien: centremos la atención en la casa, en el hombre, en la historia, léase, en el tiempo (y su paso inclaudicable). Vaya a saber cuál fue el motor del quía en cuestión para retroceder vitales casilleros en pos de... ¿qué? el asunto es considerar que el haber pensado que la casa estaría vacía era muy ingenuo de su parte, tanto que hasta doy por hecho lo previsible del asunto: habría que decidir, esta vez, cuál de los dos ocuparía el lugar correspondiente en ese umbral fosforescente, dado que la mujer dueña de los senderos del sentido ya no está, y cuidar de los gatos, cuando no de uno mismo, no es tarea nimia.
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