jueves, 11 de abril de 2013

Una vez pintó una mano
gigantesca
pero no, no es en la pintura,
sino en la plastilina, que aparece su objeto,
su razón de ser,
su materia;
ella, sí, manipulaba las masas:
muñequitos de masapán, en rigor,
y no importaba, oh no,
la imperfección
¿acaso no es perfectible el día?
¿no es perfectible ese histérico devenir?
y ni que hablar de los domingos;
tampoco, claro (recapitulando)
tenía siquiera un mínimo de importancia,
el asunto de las
asimetrías:
¡por favor!
supe de uno que tenía il cuore más chico
recortado con tijera escolar
para no perecer temprano
y vaya paradoja:
es que la eternidad sólo aparece
cuando por delante saboreamos
las sensaciones de aquel
inabordable y hermoso infinito,
llámese hoy (e irremediablemente)
esta cosificación de los sentires más íntimos,
esa incongruencia del corazón con las impurezas del cuerpo,
todo ese sinsabor nefasto
que confluye en un término tan macabro:
adultez.

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